Rafael Cox Alomar
El tumbe electoral
Vivimos hoy en la lastimosa era del tumbe, del traqueteo, de la trampa -en donde cada día se hace más inexacta en la mente y en el proceder de muchos esa línea fronteriza que tajantemente separa lo legal de lo ilegal, lo moral de lo inmoral. Hoy, mientras el País aún intenta asimilar las consecuencias que tendrá sobre nuestro desenvolvimiento económico la tan pregonada reforma contributiva y cuando aún reina la más suprema incertidumbre sobre la composición, credibilidad y estabilidad institucional de nuestro más alto foro judicial, se ha comenzado a urdir de forma accidentada y altamente irresponsable una suerte de nuevo “código electoral” que no es otra cosa que la antesala a lo que ya está a la vuelta de la esquina, que es el tumbe electoral.
¿Y qué es eso del tumbe electoral? ¿Qué se esconde detrás de las enmiendas que el Senado le ha hecho al Proyecto Sustitutivo de la Cámara P. de la C. 1863? ¿De qué forma se vulnera nuestra democracia y se diluye el derecho fundamental al voto de cada uno de los millones de electores puertorriqueños si esta equivocada iniciativa legislativa se convirtiera en ley? Veamos.
El texto de nuestra Constitución no da margen para desvaríos. El Artículo II (Sección 2) de nuestra Carta Magna deja claramente establecido que “las leyes garantizarán la expresión de la voluntad del pueblo mediante el sufragio universal, igual, directo y secreto, y protegerán al ciudadano contra toda coacción en el ejercicio de la prerrogativa electoral”. Sorprende entonces (y estremece la consciencia) el que ninguna de las disposiciones principales del nuevo “código electoral” guarde fidelidad al mandato constitucional. El propuesto “código” elimina de golpe y porrazo los pivazos (que no es otra cosa que la anulación unilateral de la franquicia electoral de sobre 6,700 electores que así votaron en las elecciones del 2004); prohíbe la contabilización del voto protesta y del voto en blanco para de esa forma manipular no sólo la intención del elector sino además asegurar la desfiguración de nuestro universo electoral (para que no se repita otra victoria de la 5ta. columna); introduce a la trágala el voto electrónico a Puerto Rico (que ya ha resultado ser un verdadero desastre en Estados Unidos y un hervidero ideal para el fraude electoral a gran escala); crea la natimuerta y patética figura de un “contralor electoral”, a ser nombrado por los tres comisionados electorales a quienes va a auditar (mire a ver si no habrá conflicto de intereses ahí); politiza las controversias electorales ahora en manos exclusivas de una sala de recursos extraordinarios de la región judicial de San Juan y del pleno del Tribunal Supremo ahora controlado por jueces del partido de gobierno quienes tendrán autoridad ilimitada para asignar los jueces que atenderán todas las controversias electorales que se susciten en el País; hace sal y agua la prohibición de los anuncios de gobierno en año electoral toda vez que ahora la ley le daría a la CEE sólo 2 días para resolver y si no resolviera en dicho término la propaganda desleal se consideraría aprobada; limita el período para promover acciones de recusaciones a 3 meses (de 5 meses en el pasado); marca un grave retroceso a los tiempos de Valencia impulsando el voto adelantado para los miembros de la Policía (abriendo las puertas de par en par para la coacción electoral en los cuarteles); y, claro, abre la pluma casi ilimitadamente al dinero de los inversionistas políticos para que manipulen a su antojo el rostro de nuestra democracia.
Oponerse a esta intentona de tumbe electoral es hoy menester de cada puertorriqueño -independientemente de consideraciones ideológicas. La reforma electoral que Puerto Rico necesita no puede surgir de la triquiñuela partidista sino del consenso amplio, abierto y democrático entre todas las corrientes políticas del País. Rechazar tal consenso equivale a estar del lado del tumbe electoral.