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Arturo Cardona Mattei

Cuento: Con un propósito... (Mi funeral)

Casi estoy convencido de que el hombre malo no existe. La maldad no está entre nosotros. Vaya usted a cuanta despedida de duelo haya para que vea y oiga lo que se dice en ese doloroso momento. Familiares, amigos y otros arrimados, se dan cita para escuchar floridos y tiernos relatos de la vida del ya difunto. Se da una escena de maravillas, de encantos y de sublimes recuerdos. Esto es como asistir a una película de vaqueros del viejo oeste americano; usted ve una y las ha visto todas. Es una repetición golosa de principio a fin. Allí la parsimonia sube a su estrado. Todos, sin excepción alguna, y por sus buenísimas cualidades, son enviados de forma expedita a los altares celestiales. Todos son salvos de manera instantánea. "Santo Subito", proclamarían en el Vaticano.

Sí señor, estoy convencido de que la maldad no existe, que es algo inventado para ponerle algo de sal a la vida. El libreto dice más o menos así: "Era un buen hombre, buen esposo, buen padre, buen hijo. Era ejemplar como abuelo, vecino amigable, ciudadano respetuoso de la ley. Pagaba el diezmo y sus impuestos tal como Dios manda, y ordena el César. Fue monógamo. Era un cristiano practicante. No tenía vicios conocidos". Cantinflas diría: "Ahí está el detalle". Porque hay cosas que quedan siempre fuera del radar del vecindario. Con frecuencia la muerte se encarga de destapar lo que en vida estaba oculto. Creo que por ese camino vamos todos, bien juntitos susurrando cosas que se van acumulando en la bóveda craneal. Son cachivaches que escondemos de la vista y oídos de los demás. Pero no hay secreto que dure mil años, ni lengua que lo resista. La gota de agua pacientemente golpea la piedra hasta que le hace mella. Entonces, llegamos a saber que la piedra no era tan piedra. Como que todo cede a la insistencia y la perseverancia. Ambas son buenas virtudes. Todos cojeamos de alguna pata. Si no es la izquierda, es la derecha. Todos cargamos con ese pecadillo liviano, que por su peso, no cae en la categoría de pecado grave. Como dice la lengua pueblerina: "Mal de muchos, consuelo de todos". Como en el juego de baloncesto: nos pasamos la bola unos a otros. En verdad, sabemos jugar muy bien el juego de la vida. Somos algo así como un rebaño dócil, y muy bien amaestrado. No tan descabellada idea entre terrícolas imperfectos. Aunque, es innegable que también tenemos algunos pecadillos pesos completos, como: la soberbia, la envidia, la avaricia y la lujuria. Al llegar a este punto, nos encorvamos feamente. El espíritu se torna lento.

Esos despedidores de duelo son señores (nunca he visto una señora despidiendo un funeral) poseedores de un gran vocabulario. Sus mensajes son todo ternura. Sus palabras suenan a himnos celestiales. Siempre hacen llorar al más duro de sentimientos. Casi logran que blancos angelitos bajen de las alturas para que ayuden al difunto en ese rápido viaje de ida, pero sin vuelta. La despedida es una irreversible.

Don Procopio (el del cuento) fue el despedidor de duelos por excelencia. Su misión era precisamente esa: adular, enternecer, consolar golosamente, romper corazones, convertir el lagrimeo en grandes cataratas. Todo el mundo quedaba agradecido eternamente de Don Procopio. Pero Don Procopio sabía muy bien la diferencia entre un difunto con chavos, y uno pelao. Sus honorarios se movían entre esas dos latitudes monetarias. Y los cobraba más rápido que ligero. Su negocio y bienestar dependían de los muertos. Si la gente no moría, su negocio se iba por el chorro. Es pertinente recordar que el adulador "es de las personas más abyectas que existen, pues por obtener beneficios prodiga elogios sin medida".

Amonestación lapidaria ésta escrita en La Divina Comedia. La yerba mala no muere nunca.

Intrigado por tanta bondad y amor hacia el prójimo, decidí conocer este asunto por mi mismo, de cuerpo presente. Decidí morirme para saber si yo estaba entre esos mortales, que al morir son despedidos con ese folcrol cultural tan arraigado en nuestra esquelética geografía antillana. Mi arriesgada patraña comenzó así...

Caí en tan profundo sueño donde la falsedad se vestía de verdad. Familiares, amigos, vecinos, y otros arrimados se conglomeraron en el cementerio para darme el último adiós. El ardiente sol casi me despierta de aquel insuflado sueño. Los pañuelos no daban abasto para las muchas lágrimas derramadas por aquellos asistentes tan inocentes. Creo que el bribón de Procopio llevó sus plañideras, bien pagadas, para que hicieran sus actos teatrales de lloriqueo. El momento culminante estaba por empezar. El Procopio del pueblo se acomodaba con elegancia para comenzar su artificioso y cantinflero mensaje. Dijo así: "Un buen amigo nos deja en la Tierra, pero el cielo gana un alma noble". Tuve que hacer un enorme esfuerzo para no levantarme de aquel sueño, pues todo mi plan se hubiese descubierto. ¡Entonces sí que me hubiese muerto de verdad! Lo imperdonable se paga con la vida.

La verborrea cotidiana fue tomando alturas celestiales. Aquel personaje dicharachero se montó en tribuna por casi treinta minutos. Yo pensaba que me iba a postular como candidato a beato. Lo cual hubiese sido tremendo error. Pues por mi constancia de pensamiento soy más afín con William Tyndale, aquel que fue perseguido, arrestado, juzgado, estrangulado y acariciado por las santas llamas de una Inquisición diabólica. ¡Oh grandioso Espíritu Santo! Yo más bien soy un perfecto hereje candidato idóneo para la hoguera de una próxima inquisición. Una nube oscura y pesada dejó caer parte del agua que transportaba, aplacando así el fuerte calor de la tarde. ¡Para qué fue aquello! Aquel señor Procopio tomó aquel hecho como un milagro diciendo que "el cielo también lloraba mi muerte". Y que una miríada de ángeles guardianes estaban por bajar hasta el cementerio para escoltarme hasta el mismo Altar Mayor celestial. El tal Procopio pretendía engañar a los mortales y a los inmortales, también. Tal atrevimiento creo que nunca le será perdonado. Pero todos los presentes se daban golpes en el pecho y también fuertes patadas en el suelo. Las emociones habían calado hondamente en todas aquellas ingenuas personas que viven a base de creencias fatulas. La credulidad arropa al planeta Tierra como las aguas cubren los mares. El señor Procopio decía: "Hay que creer, hay que tener fe". Dentro de aquella congregación alguien susurró: "la fe ciega es como un huevo sin sal". Las palabras melosas, aunque sean huecas, asientan bien.

El séquito de familiares, amigos, vecinos y demás tontos crédulos se enfilaban de regreso a sus hogares. Ese era el momento esperado por mi para dar por terminada la parodia funeral de mi vida. Quedé solo en el cementerio. La noche me cobijaba. Fue mi gran amiga. Así nadie vería que yo daba por terminada aquella bella y malévola invención. Todo salió tal como fue pensado. Una resurrección de mentirillas había tomado cuerpo. Desde la A hasta la Z el libreto se cumplió a la perfección. En aquel trance tan arriesgado transité por los cuartos de la verdad, me conmoví en los cuartos de la mentira, y me abrumé en los cuartos de la hipocresía. En esos momentos me acordé del viaje de Dante y Virgilio por los predios del Infierno. También recordé los círculos infernales donde estaban los hacedores de la mentira y la hipocresía. ¡Casi me muero de verdad! Esos son algunos de los episodios de la vida de todo ser que pulula por este abollado y esquilmado planeta. Aquí, en este peñón viajero, vivimos nuestra Fatídica Comedia. Ojalá que los científicos nunca jamás encuentren vida en ningún otro rincón del universo. Pues, seguramente, hacia allá enfilaríamos nuestras virtudes y vicios. La primera la medimos en onzas, lo segundo lo medimos en toneladas. Sería una gran materia prima que exportaríamos en cantidades industriales. De ser así, posiblemente, mejoraríamos nuestros "bonos chatarra".

Me morí con un propósito, y logré saciar mi curiosidad. Desnudé cosas ocultas. Recordé cosas olvidadas. Aprendí cosas nuevas. Ahora conozco mucho mejor a mis familiares, amigos, vecinos y otras yerbas silvestres. ¡Qué bueno es estar vivo por segunda vez! Ahora, lo único que me falta es ganarme el perdón de toda esa congregación de personas que me acompañaron en ese sepelio simulado. Levanto mis manos, como levantan los pájaros sus alas, a los más altos predios celestiales en busca de ese perdón. Jamás, nunca jamás, me moriré de embuste. Una sola vez es suficiente. Mi corazón está hecho añicos. Mi preocupación mayor es la siguiente: cuántos familiares, amigos, vecinos y otros compinches dirán presente en mi verdadero entierro. En ese hoyo estoy metido ahora, y por el resto de los días que me quedan en este hacinado y contaminado terruño planetario. De seguro, voy a optar por la cremación. Así despejaré dudas y evitaré problemas y vergüenza en el futuro. También me zafaré de los procopios de la vida. Los magnates del comercio, a todo nivel, no creen en esas boberías de virtudes y principios morales, éticos y espirituales. Sus cerebros están apiñados en sus zonas estomacales.

Ahora conozco mejor a los demás, y me conozco mejor yo mismo. Mi mochila de virtudes y vicios es tan pesada como la de cualquier otro terrícola. Ahora soy más tolerante. Ahora puedo perdonar con más misericordia. Y sé, a ciencia y conciencia que el plato de los vicios es más pesado que el plato de las virtudes. La balanza no miente. El espejo tampoco. Y la destrucción de la iglesia que visité esta mañana, también habla sin equívoco alguno. Me salvé de milagro. Pero el cura que me confesó retrasó su salida, y quedó sepultado en los escombros de ese sagrado recinto. Mi confesión, pecado por pecado, fue demasiado peso para esa iglesia de varios siglos vieja. Lo siento, señor Obispo. Me comprometo a ayudar en la reedificación de tan emblemático e histórico edificio. Espero que la muerte del cura confesor no sea una ficticia, como la aquí relatada.

Con un propósito me morí, con un propósito quiero vivir. Siempre esperando que Virgilio vele y guíe mis pasos a través de esta vida terrenal tan degradada, para que ningún ser infernal me aprisione en sus calabozos lúgubres y subterráneos.

Los pinos del cementerio me recuerdan mi niñez. ¡Aquellos funerales!

Queda de ustedes,
Arturo Cardona Mattei
Caguas, Puerto Rico

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