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Arturo Cardona Mattei

Caña, guajana y flecha

El parque de recreo -parque de barrio pobre aniquilado por la desidia municipal- estaba lujuriosamente agitado. Unos jugaban pelota, otros baloncesto, otros volaban chiringas; todos estaban sudorientos de pie a cabeza. Era día primaveral, pero ese sol borincano no se compadecía de nadie.

En un aparte con unos amigos, Angelito dejó entrever una idea. Su cabeza empezó a redondear aquel pensamiento que le venía revoloteando como pájaro en la parcela. Callito -el apodo le venía por los callos que cargaba en ambas plantas de los pies- parecía que ese día cargaba con una bola de cristal, la que utilizan los adivinadores profesionales, se adelantó a la idea de Angelito con gran euforia: vamos pa’ la pieza de caña. El resto del pequeño grupo -unos cinco en total- dió su visto bueno. El camino seco y polvoriento esperaba por ellos.

Mientras tanto, uno de los chicos que volaba chiringas, le había cortado el hilo de la chiringa a uno de sus compañeros. Aquella navaja de doble filo alborotada por las brisas del día había hecho su trabajo. Tito -el benjamín del grupo- veía que su chiringa era arrastrada muy lejos en la distancia. Aquella chiringa con su huella de muerte encima, iba inequívocamente hacia la pieza de caña. Tito salió embollao tras su preciada chiringa. Otros del grupo le siguieron en persecución de la chiringa que ya se veía que empezaba a perder altura. Aquella fina y bien trabajada chiringa perdía la batalla. Ya no podía ir más lejos.

Robertito era duro, tosco y agresivo en el juego de baloncesto. Era temido por casi todos los otros muchachos que con él jugaban aquel juego tan rápido y violento. Pero aquella tarde Robertito no estaba acompañado por la mejor de las suertes. En un intento frenético y audaz, Robertito dió un inmenso brinco tratando de arrebatarle la bola a Miguel. El golpe fue brusco y seco. Aquellos dos gladiadores chocaron en el aire. La bola salió disparada fuera de los predios de la cancha. Miguelito salió cojeando. Tenía que retirarse del partido. El dolor en la cabeza era insoportable. Robertito -el recio toro de la cancha- sufrió una fuerte tendonitis en su pierna derecha. El hospital del pueblo fue su próxima visita.

No, no entres por ahí, que te pueden ver. Era Angelito que amonestaba a Callito. Aquel pequeño ejército de mozalbetes quería entrar a la pieza de caña sin ser vistos. No muy lejos de allí -en una pequeña colina- estaba acentuada la casa de don Emilio, el dueño de la finca. Aquella casa -hecha de cemento y madera- tenía un enorme balcón que casi le daba la vuelta. Era como la atalaya desde donde don Emilio Guzmán vigilaba su finca. Aquel buen hombre era dueño de unas treinta cuerdas de terreno. Aquella finca era la codicia de los chicos del barrio, pues en ella había de todo lo apetecible para aquellos paladares y estómagos que trituraban todo lo que encontraban a su paso. En tiempo de vacaciones escolares don Millito tenía que redoblar sus tácticas de vigilancia e intimidación. Aquella trulla de visitantes no invitados llegaban cualquier día y a cualquier hora. El manto de la noche le complicaba la tarea a don Millito.

En el hospital una “norsa” había hecho un trabajo rápido y bueno en aquella pierna tan duramente castigada de Robertito. Poco tiempo más tarde estaba de vuelta en la cancha, esta vez como puro espectador. La “norsa” le había dicho que no podría jugar hasta pasada una semana. Robertito recibió con desgano aquella orden seca y terminante.

Angelito, Callito y otros tres acompañantes cargaban con ellos un viejo machete, pero bien amolao. Aquel grupo de intrusos ya se encontraba en plena pieza de caña. El machete amigo estaba presto para hacer su trabajo. Oscar -el corpulento del grupo- utilizaba toda su fuerza y maña para cortar y derribar cuanta caña se atravezara en el paso de aquel afilado invento. Aquel machete cargaba mucha experiencia en su hoja de acero. Aquellos bandoleros de cuello prieto -también los hay de cuello blanco por todas las esferas de la sociedad- se mirraron mutuamente. La sonrisa fue unánime. Era hora de empezar a chupar el jugoso líquido que brotaba de aquellas cañas que yacian en el suelo como monumento que avalaba la fuerza bruta y el deseo incontrolable de aquel duo terrible: Oscar y su machete.

¡Shhh! ¡Cuidado, no hagan ruido!, comentó alguien en voz baja. Es don Millito, y va con el chuzo en la mano. Una vez más la sigilosidad de aquellos jóvenes arriesgados se había impuesto por sobre la sagacidad y experiencia de aquel agricultor celoso de su enorme propiedad. Estos muchachos habían oído en una tertulia de mayores a alguien que filosóficamente esbosaba la teoría de que “las cosas no son del dueño, sino del que las necesita”. Don Millito era el dueño, y aquellos bandoleros de cuello prieto -el sudor y la tierra en aquellos juveniles cuello así los delataba- eran los necesitados. Los de cuello blanco se meten en los presupuestos, estatales y municipales; no en las piezas de caña.

Don Millito ya no era parte del panorama. Ahora los muchachos se sentían más seguros y tranquilos. La segunda fase estaba a comenzar. Ya todos habían saciado sus exigentes paladares y sus estómagos de saco roto. El trabajo del machete ahora sería mucho más rápido y suave. Pero había que acometer con rapidez esta segunda fase, pues los rayos solares querían irse a otros lares. Oscar le entregó el machete a Rogelio, este era más espigado y podría hacer el trabajo con más elegancia. Aquel precioso techo dorado [penacho y corona digna de toda pieza de caña que ha llegado a su máximo esplendor] estaba muy cerca de su derrivo. Rogelio tiró su primer zarpaso, y la primer guajana fue a caer en las manos de un atento Angelito. El tiempo seguía su curso y Rogelio se esmeraba en su trabajo. Las guajanas cortadas ya sumaban a por lo menos una docena. Pero aquellos vulgares e intrépidos pilluelos querían más.

Don Millito -era don Josué, el mayordomo de la finca-, creo que tenenos en la finca los visitantes de siempre. ¿Cómo lo sabes?, preguntó don Millito dejando notar una expresión facial nada amigable. Prosiguió: hace un rato que di una vuelta, pues me pareció como que alguien había bajado por la cuesta del mangó con idea de meterse a la finca. Pero, tú sabes, la distancia y la edad como que a veces me traicionan. Vamos hasta allá, don Millito, a ver que nos encontramos -el mayordomo espueleaba a su viejo jefe-.

¡Millo!, era doña Clara -su esposa- tu pocillo prieto espera por tí en la cocina. Ese era el máximo deleite de don Millito. Todos los días, todas las tardes, aquel buen puertorriqueño saboreaba el mejor café que bajaba de las frías montañas que se repartían los pueblos de Yauco, Lares, Adjuntas y Maricao. El mismo que por muchos años fue el mimado de la mesa pontificia, en Roma. Aquel aromático pocillo se había convertido en el pasaporte al escape de aquellos muchachos que hacían su agosto en la pieza de caña de don Millito. Josué, echa pa’ acá, que este café hay que saborearlo con mucha paciencia. Aquel leal mayordomo hizo como su jefe le había pedido. Doña Clara se había confabulado con aquellos rateros juveniles, pues sabía con certeza que la pieza de caña estaba invadida por los bribones de siempre. Ella gozaba un millon viendo a su marido y su mayordomo perdiendo una tremenda oportunidad para usar su viejo y largo chuzo de cuero. Una suave y ligera sonrisa salió de los labios de doña Clara. Mujer, ¿qué te hace tan feliz?, don Millito estaba intrigado con aquel comportamiento tan placentero que lucía su esposa. Nada, Millo, es la brisa que viene de la caña y su guajana. Aquella atinada intervención de doña Clara había salvado a los invasores, al menos por aquel día.

El sol ya chocaba con el horizonte. Los muchachos dirigieron su mirada hacia la casa de don Millito. Las muchas bombillas que había a todo lo largo de aquel elegante balcón ya se iban prendiendo una tras otra. Era el momento esperado. Ahora podían despedirse de su inigualable amiga, la pieza de caña. Cada uno cargaba, por lo menos, media docena de aquella gema dorada, la guajana. Se imponía la precaución. Un mal paso de última hora podría echar a perder todo lo ya conquistado.

La mañana resplandecía con un ánimo de perdurar a lo largo de todo el día. El sol que ayer se había escondido, hoy vuelve a lanzar sus rayos inmisericordes. El terreno está listo para la guerra. Aquel pequeño bosque -formado por una gran cantidad de árboles de mangó y una espesa maleza- iba a ser el escenario una vez más de la larga tradición guerrerista entre vaqueros e indios. Angelito, Callito, Oscar, Rogelio y Félix componían la tribu taína. Los vaqueros le doblaban en número. Sus líderes máximos, Robertito y Miguelito, todavia estaban adoloridos por aquel encontronaso furioso que habían tenido durante el juego de baloncesto.

La contienda ya comenzaba. Indios y vaqueros se acercaban unos a otros de forma peligrosa y amenazante. Ya se oían los disparos por el bando de los vaqueros. Por el bando aguerrido de los indios las flechas doradas hacían su aparición por los aires. En pocos minutos los rifles y revólveres quedaron silenciados. Las flechas taínas, gema dorada sacada de la pieza de caña, habían conquistado la pasión y el corazón de todos y cada uno de aquellos vaqueros. La guerra había terminado. No hubo sangre, tampoco cadáveres que tuvieran que ser recogidos y enterrados.

Aquellos bárbaros enemigos de treinta minutos atrás, ahora se reían, se saludaban y se invitaban. Sí, la invitación era palabra empeñada y emoción contagiada. Era menester declarar otra guerra. Los intereses creados de aquella juvenil sociedad así lo dictaban. Para ello se necesitarían más fulminantes y más flechas. El conseguir lo primero no conllevaba riesgos ni cargaba grandes emociones. Lo segundo, ¡ahh!, eso sí que era digno de llevar a cabo. La adrenalina no se podía poner a descansar. El trato estaba hecho. Ese mismo día -en horas más tarde- toda la ganga se encaminaría hacia la pieza de caña. No se percataron de un grave error. El grupo era demasiado grande para no levantar sospechas.

Doña Clara -la salvadora- ahora veía la desgracia en el cercano horizonte. El chuzo puede ser que sea usado esta vez -se lamentaba aquella noble alma de mujer-.

Josué, trae los caballos y suelta los perros -era la orden que provenía de don Millito. La pieza de caña se tornaba triste. Don Millito ” foeteaba” el aire con su nuevo látigo. Aquel duo canino -impaciente como siempre- tomó la delantera. Por instinto ya sabían adonde dirigirse.

Don Millito -comentaba el mayordomo- de seguro hoy hay piel para estrenar su nuevo chuzo.

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