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José Carvajal

País Cultural, un insulto

Cuento Rita Indiana HHay un muñequito de Rita Indiana Hernández que me alteró la agenda de trabajo. Es un muñequito al que la revista oficialista País Cultural dedicó seis páginas con el calificativo de «cuento» y cuyos defensores de cualquier tipo de crítica adversa incluye al subdirector de la Editora Nacional, el funcionario Armando Almánzar-Botello. Hasta que hice un comentario en mi muro de Facebook no se me había ocurrido pensar que «El muñequito» de la escritora y cantante, exitosa en los escenarios por su música, tuviera celador tan agresivo.

La reacción fue primero simple, apenas tres palabras: «Debiera darte vergüenza»; luego el autor de dicho exabrupto desertó de la lista de mis amigos de Facebook. Minutos después, aun del otro lado de la barda, el funcionario amplió la descarga: «Mire usted, señor José Carvajal, yo no hablo en calidad de funcionario de nada. Yo le escribo en mi condición personal de sujeto lector hastiado por la habitual costumbre suya de etiquetarme con artículos generalmente insustanciales y presumidos en los que pretende usted calificar o descalificar autores utilizando unos cuantos párrafos rotundos y cargados de suficiencia. Esto se lo digo a título personal, no como encargado oficial de nada. Mi muro no es un vertedero para recibir sus constantes “embestiadas” críticas. Yo, particularmente, no etiqueto a nadie. A Rita Indiana Hernández la leo, sí. Respeto sus esfuerzos literarios y también el trabajo de los que realizan la revista País Cultural. Como decía Nietzsche: “Allí donde no es posible amar, solo debemos pasar”… Entiendo que el verdadero crítico está llamado a señalar valores; en su defecto, no debe escribir nada sobre un autor si este no goza de su aprecio literario. Debo advertirle, por otra parte, que no estoy dispuesto a sostener polémicas estériles: me encuentro en cama, enyesado y con dolores físicos muy fuertes. Buenas noches.»

Bien. Relato el «chisme» para que se entienda el origen de este trabajo de varias entregas. Creo que no debo responder nada del exabrupto, por considerarlo insignificante en su contexto, y porque prefiero ampliar el comentario que lo motivó. En principio mis palabras fueron textualmente las siguientes: «¡este “cuento” es un desastre!, pero le han dedicado seis páginas en la revista País Cultural que edita el Ministerio de Cultura [Segunda Época. Año X, Número 1. Marzo 2017]. El que lo quiera leer que lo busque con esta referencia.»

Ahora paso a la ambientación de la materia prima. Leer no es tarea fácil. Incluso pienso que como van las cosas ser lector atento de textos defectuosos es más difícil que ser un escritor descuidado. El asunto se empeora todavía más cuando la lectura provoca una crítica en una nación como República Dominicana, donde la literatura no es un oficio sino una forma rápida de congraciarse con ciertos círculos sociales y políticos. La intolerancia a disentir es también un mal de proporciones mayores que estanca el progreso de la vida intelectual de nuestro país. En su famoso libro «Cartas a Evelina», publicado en 1941, Francisco Moscoso Puello lo dijo de manera jocosa: «¿Quiere usted que le hable un poco de la literatura nacional? Antes de que haga la observación, le declaro que no me ocuparé de ningún literato que viva; estos juicios son peligrosos en esta tierra en donde los poetas llevan consigo revólveres, y donde todos, con excepción de su servidor y de algunos de sus amigos, casi comen gente. Este capítulo tendrá su ilustración en los Cementerios de mi país. Quiero pasar lo más tranquilo que me sea posible los últimos días que me quedan.»

Así las cosas. A pesar del esfuerzo de algunos estudiosos y de la esporádica aparición de buenos ensayos críticos, en República Dominicana no hay tradición en el ejercicio de la crítica que no sea periodística. Quizá eso se deba a que cuando los dominicanos comenzamos a desarrollar una literatura propia, la crítica había empezado a tomar un giro distinto que la fue alejando del noble propósito de la misma. El nuevo orden habría comenzado a finales del siglo XIX como un atrevimiento del empresario periodístico Adolph S. Ochs, del diario The New York Times. La iniciativa apuntaba a tratar las publicaciones y presentaciones de libros como un producto noticioso. El éxito no se hizo esperar; de repente los periódicos y las revistas abrieron espacios a la «crítica complaciente» para hacer más efectiva la publicidad pagada por la industria editorial con la idea de dar conocer las novedades. El dinamismo alcanzó tal magnitud que en los medios se crearon plazas de trabajo para atender la demanda escritural de un sector hasta entonces desdeñado por las empresas periodísticas. Sin embargo, el problema mayor fue la falta de críticos, de redactores especializados en asuntos de libros y el contenido de estos, para cubrir las exigencias de esa mercancía noticiosa al ritmo de la cantidad de títulos que se publicaban. De modo que, como bien señaló en su momento Pedro Salinas (1891-1951), «la crítica, lo que necesitamos tanto, quedó suplantada por la reseña.» Y como era de esperarse, enseguida aparecieron en los medios los elogios publicitarios para llamar la atención sobre obras mediocres y con estos las pretenciosas listas dirigidas a incentivar las ventas de libros, incluyendo una variedad de títulos que aunque resultaban atractivos para el consumidor ya persuadido, no tendrían demasiada importancia para el estudioso entendido en materia literaria.

Cito de nuevo a Salinas: «Durante el siglo XIX los grandes críticos se asomaban a los periódicos, en la sección literaria, asistiendo al público con toda su auténtica capacidad. Labor de limpia y fecunda democracia. Ahora los periodistas —cuyo criterio, por la materia y el objeto con que lidian, no puede ser del mismo nivel que el del gran crítico– han desalojado, con esas armas ligeras de las revistas, al conocedor y pensador original y cuidadoso, y campean por sus respetos, horros de todo respeto, allí donde ayer estaba un Sainte Beuver, o un Croce, o un Clarín, o Brunetière.»

Salinas no vivió lo suficiente para enterarse de que en el «ahora» de nuestro tiempo los periodistas que según él desplazaron a los grandes críticos no están solos en la Sala de Redacción y que a los mismos se les ha sumado una legión de literatos que no leen ni piensan con hondura las cosas que se publican. Parte de eso nos toca de cerca en República Dominicana, donde al parecer algunos escribidores empleados por el gobierno se sienten llamados a contrarrestar con insultos y exabruptos cualquier crítica que ponga en tela de juicio la calidad del trabajo que realizan los encargados de las publicaciones oficialistas.

Para concluir esta primera entrega debo anotar que la revista País Cultural es patrocinada por el Ministerio de Cultura y cuenta con un equipo de literatos profesionales encabezado por la poeta y ensayista Soledad Álvarez y la narradora Ángela Hernández. En el Consejo Nacional Editorial figuran Basilio Belliard, Plinio Chaín, Pedro Delgado Malagón, Jochy Herrera, José Mármol, Rafael Núñez Cedeño y Marcio Veloz Maggiolo. También hay un Consejo Editorial Internacional integrado por Adolfo Castañón, de México; Leila Guerriero, de Argentina; Luis García Montero, de España; Leonardo Padura, de Cuba; y Luis Rafael Sánchez, de Puerto Rico.

Por supuesto, no he olvidado «El muñequito» de Rita Indiana Hernández, texto que sigo subrayando y anotando; pues como Longino, el crítico romano de quien aun no se sabe si nació en el siglo I o III d.C., yo insisto en buscar mérito literario, aunque temo no encontrarlo.

Nos vemos en la próxima entrega.

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