Confesaré que, al romper el alba,
salí al encuentro del sol, con mis lamentos,
mas no divisé horizonte donde abrazarme.
Borracho de mundo, me puse en camino,
y me tropecé con multitud de miradas,
todas ellas desconsoladas en sus tristezas.
Me propuse entonces aprender a donarme
y a compartir, pero me topé con el deseo
de la avaricia, por temor a ser pobre.
Ansíe, con el alma, ser más de la poesía
que del poder, y me alcanzó la miseria,
de no ver la belleza que aún permanece.
Desde este instante preciso, he puesto oído,
y cuando Dios me nombra, le respondo.
Lo hago en verso porque es más intenso.
Mi respuesta siempre es la misma,
que camine conmigo a todas horas,
y que no me abandone mientras sea yo.
Su asistencia, tan precisa como trascendente,
es una alianza de sensaciones vivas,
de gozos y alegrías, al sentir que Dios nos ama.
Es hora de regresar, de volver con desvelo
a nuestros interminables paseos interiores,
y de mirar con el corazón, la flor del cielo.
Sólo así entenderemos lo que nos circunda,
y probaremos que la cruz es pan de amor,
viendo a Jesús en ese niño abandonado.
Toquemos la realidad, acerquémonos
a nuestros análogos, tengamos compasión,
más pronto que tarde también la requerimos.
¿Quién no se ha perdido más de una vez,
sumido en el fruto del egoísmo, de amarse
y reamarse asimismo hasta la saciedad?
Por eso, lleno de presencias y de ausencias
me interrogo, y siento a los que se fueron,
mientras me dejo acompañar por los vientos.
Que los aires siempre son necesarios,
al menos para ponernos en acción y poder
limpiar de la faz de la tierra nuestras trompas.
Víctor Corcoba Herrero